Banksy destrozado
- Escrito por Gonzalo TIZÓN ÁLVAREZ
(El autor fue estudiante de la XIII Edición del Máster en Propiedad Intelectual, Industrial y NN.TT. de la UAM)
La mano en la boca de los presentes en la subasta no fue suficiente para evitar el sollozo, al ver como el Banksy por el que aún retumbaba la maza, se hacía trizas tras ser vendido por un millón cuatrocientos mil dólares.
Solo un desmayo a la antigua usanza -de los de mano en la frente a modo de trompa para acompañar la caída- hubiera confeccionado una escena más prefabricada en la sala londinense Sotheby’s. Una broma que en base a la regulación española, supuso un contundente derecho de retirada (Art. 14.6º LPI), al decidir el artista hacer añicos la venta de su obra, y de paso también la sensibilidad del selecto público que presenció tal ultraje -ver algo así solo te alegra en la oficina de tu contable-.
Un artista amparado por el anonimato que parapeta la divulgación bajo pseudónimo (Art. 14.2º LPI), que empujado por una envidiable resolución -cualquier economista libertario pondría de ejemplo a este antisistema para ilustrar como ha de funcionar el individualismo metodológico-, utilizó la Franja de Gaza como soporte material de una de sus obras, sin que ello suponga ningún derecho de explotación transferido a su dueño a tenor de nuestra regulación (Art. 56.1 LPI).
Entre sus hitos cuenta con la dirección de un documental llamado ‘Exit through the gift shop’, con el que obtuvo una nominación al Óscar por relatar las desventuras de sus colegas de disciplina guareciendo en la sombra su identidad, para protegerle contra la caterva de villanos que a pesar de no cesar en sus intentos fracasa en desenmascarar al héroe local -aunque se sospecha que el caballero oscuro de voz distorsionada del documental es Robin Gunningham, un ciudadano de Bristol-.
Antes del mazazo que dio el artista poniendo orden en la sala al destruir una distribución no autorizada de su obra, muchos hubieran borrado una pintada suya por no tener la obligación de soportar la creación de un grafitero menesteroso en una pared de su propiedad, tras la cifra alcanzada por la venta de ‘La niña con el globo’, no hay medida antipirética que ayudase al dueño de un mural recién limpiado que intenta calmarse advirtiendo el error que acaba de cometer.
Después de trocear su obra, el creador explicaba la razón de esconder una sierra tras el marco del cuadro:
“El impulso de destruir también es un impulso creativo”.
Lo hizo por Instagram -nada como un story para narrar la brevedad de tu creación-, sabedor de que la clase ociosa -de la que ya nadie se escapa-, tiene persuasivos pasatiempos para desorientarse creyendo que el tiempo que disfruta perdiendo, en realidad no es tiempo perdido.
El destrozo quizá haya alumbrado una creación transformada en la que el autor escogiendo arruinarla antes de verla vendida, termina dando luz a una obra derivada (Art. 11 LPI).
En tal caso, la cita que escogió para divulgarla era de Picasso, que también tuvo que soportar exposiciones no autorizadas de su obra. En una en París, ante el Guernica recién pintado, un soldado nazi le preguntó: “¿así qué esto lo has hecho tú?” y ciego de rabia -según relata la audioguía del Reina Sofía- el malagueño le espetó:
“No, habéis sido vosotros”.
Pero eso -al menos desde un punto de vista legal- es mentira, y por eso sus derechohabientes son los que gozan de setenta años para explotar su patrimonio artístico (Art. 26 LPI), desde el uno de enero del año siguiente a su fallecimiento (Art. 30 LPI).
La maza del mercado no lleva toga pero su orden espontáneo dicta resoluciones igualmente vinculantes. La cataláctica marca una intersección objetiva entre gustos personales y agregados de conjunto. Muchos cinéfilos niegan que los videojuegos sean un arte, eso no evita que su industria facture el doble que la del cine todos los años.
Si le preguntas a Banksy seguramente se ponga místico aludiendo a los escolásticos salmantinos para resolver que el valor de algo: “Sólo Dios lo sabe…”, que la obra retrata a una niña desolada por la levedad de un globo alejándose, y que lo importante en una obra no es algo tan vulgar como un precio, sino el resultado de ese pulso con el inconsciente que es siempre la creatividad.
Pero algo me dice que el subastador tiene interpretaciones más terrenales de todas estas cosas, y al ver la obra rota, abombada entre pliegues como la falda de una animadora, no pudo evitar una sonrisa consciente de la atención que todo el revuelo estaba generando.
Ahora esas trizas valen más.